lunes, 5 de mayo de 2014

¿Distintos? (Publicado en Granada Hoy el martes, 6 de mayo de 2014)

Por mucho que lo creáis, por mucho que os lo hayan hecho creer durante decenios, con vaivenes cíclicos, pero sobre todo en estos últimos años en los que vuestra supremacía va en aumento, no sois distintos. A pesar de vuestra tentación de sentiros elegidos por los dioses (a lo mejor los vuestros son también mejores que los del resto), de presentaros como la reserva de la seriedad y la fortaleza de la disciplina, de la organización y la primacía de la profesión ante las debilidades de los sentimientos —que sin duda se sitúan al sur—, después de todo no dejáis de ser humanos. Humanos con flaquezas y fortalezas, con aspiraciones y con frustraciones, con deseos y con olvidos, con éxitos y fracasos personales, con más o menos belleza, con más o menos talento, con más o menos audacia; a veces vigorosos y a veces abatidos, a veces circunspectos pero a veces entusiastas (aunque para esto necesitéis a menudo alguna que otra ayudita líquida). Vuestros instintos básicos son los mismos que los nuestros. Resulta casi enternecedor presenciar en vosotros actos que pensamos tan supuestamente nuestros como faltas de puntualidad o ligerezas en una cola, carencias de organización o tratar de escamotear los fallos con actitud casi pueril. Sí, también vosotros sois susceptibles de tamañas flaquezas. Y es que en el fondo sentimos lo mismo, pensamos igual y nos conmueven las mismas cosas (si no, nuestros amigos del otro lado del atlántico no tendrían el imperio audiovisual que poseen).


Y nosotros, por mucho que nos jactemos de nuestro estilo de vida, de nuestro sol y de nuestra alegría, bien haríamos en dejar de mirarnos al ombligo y pensar que vivimos en el mismísimo cogollo central del universo porque belleza arrebatadora la hay por doquier, porque ellos también hacen arte que suspende la respiración, porque sus mujeres también rebosan los almacenes con frivolidad, sus hombres también hacen el burro en los campos de fútbol y sus ricos también evaden impuestos. Bien haríamos en abandonar nuestra meta máxima de ganar más dinero con el mínimo trabajo y comprender que la eficiencia laboral es fundamental para nosotros y para el futuro de nuestros hijos. Bien haríamos en aprender a ser más limpios en la calle y en respetar a nuestros vecinos. Bien haríamos en comprender que si no contribuimos nosotros mal podemos exigir a los demás que lo hagan. Bien haríamos ellos y nosotros en aprender los unos de los otros y en percatarnos de que, en realidad, no somos tan distintos. A lo mejor entonces, a pesar de toda su diversidad, o mejor, gracias a ella, Europa comenzaba a ser lo que le corresponde en el mundo.

miércoles, 23 de abril de 2014

Adiós, Gabo (publicado en Granada Hoy el martes, 22 de abril de 2014)

Hay muchos hechos, pequeñas cosas, libros, piezas musicales, obras de arte, aprendizajes, conocimientos, monumentos científicos, amaneceres, atardeceres, cariños a personas y a cosas, soledades, éxitos, fracasos que conforman la historia de uno, que lo constituyen, que le dan forma como persona. Mi columna de hoy iba de otro asunto, pero no puede ser. Tendrá que aplazarse. Como ocurre con la gente a la que has querido mucho y con la que, tras un periodo de desencuentro, comprendes lo mucho que te importaba, que te importa, al oír hoy en la radio la necrológica, he comprendido lo desgarradora que fue tu marcha, Gabriel. Y digo fue porque hace tiempo que no podemos gozar de la fuerza de tus escritos, de la lucidez de tu sensibilidad, de tu honrada tozudez.

Y no fue ayer tarde cuando asaltó la noticia, sino esta mañana, en la soledad de una taza de café y radio, cuando he comprendido que debía escribirte para reconciliarme contigo, para volver a reconocerme fascinado con tus novelas que dejé de releer por enfado. Sí, enfado y rabia como los del adolescente desdeñado por su pareja cuando,  por puro azar, cayeron en mi mano unos pequeños cuentos de Truman Capote en los que, incluso en inglés, se podía presenciar, incluso palpar, ese universo tuyo, caribeño, latino, denso de humedades y recelos, de ansiedades, de hechos consabidos, supersticiones y destinos inevitables. No sé por qué, porque ni siquiera me he molestado en comprobarlo y he extraviado el libro, les atribuí el papel de fuente de tu obra. Tu mundo —que yo sentía casi como mío— no era tuyo, lo habías tomado prestado. El gigante que yo había conocido con fervor revolucionario adolescente en el Otoño del patriarca y que llegué a adorar con Cien años de soledad había copiado. Con ninguno de mis autores favoritos he llegado a ser tan duro ni he osado desdeñarlos. Quizá porque tú importabas más que el resto. Tú llegaste a ser más mito.


Y en el fondo, ¿qué más da? Luego he sabido que manifestabas admiración sin ambages por Capote. Además, a lo mejor era él quien trataba de ejercitarse a tu imagen con aquellos relatos. (Si fue así, he de decir que lo bordó como cuando Cela escribió Las nuevas aventuras del Lazarillo). No lo sé. Además, resulta irrelevante. Hoy soy consciente de que tus libros y tu universo son parte de lo que soy, de que me han ayudado a conocerme, a crecer. Ahora comprendo que solo a ti debo aquellos momentos maravillosos no solo de lectura sino de largas conversaciones con mi mujer. Ella, siempre más madura, siempre más templada, siempre más sensata, seguramente no te mitificó nunca, pero jamás ha abandonado tus lecturas. Gracias por hacerme compartirte con ella.

lunes, 7 de abril de 2014

Europa (publicado en Granada Hoy el martes, 8 de abril de 2014)

Cuando nos vendieron Europa, cuando decidieron que teníamos que entrar en Europa, yo albergaba todo tipo de dudas. Aquello era un dogma: o entrábamos en Europa o sucumbíamos como país en la ignominia, la miseria, la pobreza y el desdén de la comunidad internacional. A mí me chirriaba —nada es blanco ni negro; siempre hay grises— pero hubo que aceptarlo. Sin embargo, he de reconocer que con el paso de los años; con el reconocimiento profesional de nuestros colegas; con el cese de las típicas preguntas sobre los toros y la siesta por las que te veías obligado a sacudirte la caspa original, empecé a verle algo de sentido a esto de ser europeos. Ya no hacía falta cambiar divisas para cruzar el continente. Incluso en América te decían, “claro, ¡es que vosotros los europeos…!” como si todos viniéramos ungidos por el don de lenguas o el bálsamo beatífico de la protección social universal.

Y uno, débil, empezó a creérselo. Comenzó a ilusionarse en un futuro de prosperidad para sus hijos en el que las fronteras fueran cada vez más difusas, pero en el que, a la vez, la diversidad cultural heredada durante tantos siglos permaneciera como lo que es, una enorme riqueza común. En el que la alegría de vivir del sur contaminara al norte y en el que la eficacia y la eficiencia norteñas se infiltrara en latitudes meridionales. Pero claro, la dura realidad lo vacuna a uno con rotundidad y precisión. No podemos vivir en la nube ilusoria del espacio democrático más grande del mundo, porque en realidad no es más que el espacio demagógico más grande del mundo. Un continente en el que eufemismo se ha hecho dueño del discurso de los políticos y, lo que es peor, de los medios de comunicación. Un continente gobernado por unas élites que no se eligen por voto directo salvo por la población de sus respectivos estados, con lo que prevalece el interés de los estados y no el de los individuos. Un continente (que ni siquiera lo es) en el que los votos de toda la población solo alimentan un teatro, el parlamento, sin poder real efectivo por mucho que se desgañiten el puñado de miembros bienintencionados (que me consta los hay).


Y lo que más me duele: una Europa en la que si eres niña gitana te echan de Francia, si eres rumano o búlgaro te repatrían desde el Reino Unido, si estás parado, aunque seas (luxemburgués, si cabe), quieren expulsarte de Alemania y si eres negro africano y consigues eludir las concertinas o sobrevivir a ellas te devuelven a Marruecos sin siquiera identificarte. Oiga, a mí que me borren. O esto cambia o no quiero ser europeo.

martes, 25 de marzo de 2014

Yo pecador (publicado en Granada Hoy el martes, 25 de marzo de 2014)

Confieso que he sucumbido al moderno culto al cuerpo. Como tantos otros que poco a poco son legión, acudo asiduamente a la práctica pagana. Protegidos por doctas recomendaciones de facultativos (y no tanto) que nos bombardean con los pretendidos beneficios ya no celestiales sino terrenos para la salud, nos entregamos en cuerpo (seguro), pero casi también en alma, a la moderna religión cuyos templos son los gimnasios. El aire libre se sustituye torticeramente por la sala donde las secreciones epidérmicas y las moléculas ofensivas a la pituitaria se enseñorean del universo más urbano y más urgente. Todo sea por alcanzar el objetivo final: la victoria a la gravedad.

La piadosa frecuencia semanal se multiplica, telúrica, por tres o por cuatro; ¡incluso hay fieles que la multiplican por siete! No valen atajos. No sirven excusas. El sagrado precepto ha de cumplirse so pena de flaccideces aquí y allá, so pena de ominosos aumentos basculares. Esta nueva religión es cruel: las penas se cumplen en vida, no aguardan a periodos trascendentes; pero, supuestamente, los beneficios también se obtienen, endorfínicos, con efecto inmediato. Aquí es donde me surge la duda, donde cometo el pecado, porque mi fe se resquebraja sin asideros más fuertes que los —ya inexistentes— de obtener la gracia divina o los beneficios para el futuro paraíso. Una de dos: o mi hipotálamo y mi hipófisis están ligeramente atrofiados y no reaccionan en grado suficiente al ejercicio físico, aunque sí al resto de actividades que originan esos péptidos del placer, o hay más mito que realidad en la satisfacción obtenida tras el ejercicio físico, como en la promesa de la vida después de la muerte. Mayor placer encuentro yo en la contemplación de una gloriosa curva (que las hay en el gimnasio) o una casi imposible turgencia (que también) que en machacarme literalmente hasta casi la extenuación.

Después de todo, los terrenales profetas, mal que me pese, tienen razón y el ejercicio se me ha convertido en ventajas analíticas objetivas y medibles. Tendré que seguir practicando. Pero entre pedal y pedal, entre pesa y pesa, entre vaivenes y contoneos, se me ocurre que bien podría surgir otra nueva religión: la del culto a la ciencia y el conocimiento en la que sus fieles, igualmente reunidos por voluntad propia, pudieran ser recompensados con los placeres de la matemática y de la física, de la bioquímica y la genética, de la química y la cristalografía, de la arqueología y la historia. Claro está que ese peregrino deseo sí que es un manifiesto pecado.

http://www.granadahoy.com/article/opinion/1737106/yo/pecador.html

martes, 11 de marzo de 2014

La noche del cometa (publicado en Granada Hoy el martes, 11 de marzo de 2014)


Hace veintiocho años, durante la noche del 13 al 14 de marzo de 1986, un buen puñado de científicos e ingenieros se reunieron en Darmstadt, Alemania, en ESOC, el centro de operaciones de la agencia espacial europea, ESA. Iban a presenciar el encuentro de la sonda europea Giotto con el cometa Halley, posiblemente el cometa más famoso del mundo, ese que Giotto di Bondone —el famoso pintor italiano— tras observarlo en persona en 1301, identificara como la estrella de Belén, en su cuadro Adoración de los Magos. La escena iba a ser distinta, pero sin duda también de singular belleza: un ingenio humano se acercaba de forma inédita a un cometa, uno de esos vestigios  (varios miles de millones de años de edad) del sistema solar primigenio que aún hoy en día nos prometen conocer un poco más lo que somos, de dónde venimos y, posiblemente, hacia dónde vamos. La nave iba escudada para protegerse en una severa cita en la que, literalmente, sería barrida por algo así como una “tormenta de arena”, al atravesar la cola del cometa. 
Atrapadas en los hielos del Halley se detectaron moléculas complejas que suministraron información acerca de la aparición de vida en la Tierra, pero, sin duda, lo que más impresionó a la docta audiencia fue la propia imagen del cometa: una roca de unos 10 x 15 km, tan negra como el carbón (apenas refleja el 4 % de la luz que recibe del Sol) y de la que, en vez de encontrarse su superficie prácticamente hirviendo (sublimándose), chorros muy localizados  expulsan material que alimenta la cola. La nave fue literalmente aporreada por el polvo cometario con el que se cruzó a una velocidad de 68 km/s (sí, por segundo, no por hora) y sus escudos se vieron enormemente dañados, así como la cámara, pero se había conseguido. Giotto se acercó al cometa a unos 600 km, apenas la distancia entre Madrid y Barcelona por carretera. 
La hazaña europea de Giotto sirvió de punto de partida para que la comunidad planetaria se embarcara en misiones similares, pero si cabe más ambiciosas. Su sucesora es Rosetta, la sonda que, en unos meses, después de 10 años de viaje ininterrumpido desde su lanzamiento en 2004, orbitará alrededor del cometa Churyumov-Gerasimenko y enviará un dispositivo para aterrizar en su superficie. En ella, o más en concreto en dos de los instrumentos que porta, han contribuido científicos e ingenieros del IAA-CSIC, en Granada, al que me enorgullezco de pertenecer. Pero esa es otra historia que contaremos a su debido tiempo.



martes, 25 de febrero de 2014

ESA (publicado en Granada Hoy el martes, 25 de febrero de 2014)

Seguramente pocos de Vds. estén al tanto del significado de esas tres letras en mayúsculas, de ese acrónimo, mientras que, paradójicamente, sí lo estén de su homólogo NASA. Sí, ESA son las siglas de la European Space Agency (la agencia europea del espacio), una entidad que deberíamos sentir orgullosamente nuestra, que podría ayudar a crear una verdadera ciudadanía europea y que, sin embargo, permanece casi en el anonimato. Por razones de índole histórica, los estados miembros de la ESA no coinciden exactamente con los de la Unión Europea, pero da igual. La agencia se nutre precisamente de europeos que trabajan en colaboración y que comparten gastos, talento y esfuerzos en aras del bien común. Si sabemos que la NASA puso al ser humano en la Luna o ha enviado naves que ya han salido del Sistema Solar, hemos de saber que la ESA ha aterrizado en Titán, un satélite de Saturno y que lleva diez años viajando hacia un cometa alrededor del cual orbitará y sobre el que se posará en una hazaña sin precedentes. Como estas, podríamos establecer analogías de logros humanos a ambos lados del atlántico, muchos de ellos en colaboración. Sin embargo, mientras que para los medios de comunicación europeos, la NASA ha pasado a ser el paradigma de la certidumbre científica, el moderno oráculo de Delfos (muchas veces sin sentido), la ESA permanece en ese medio anonimato que obedece al mismo papel mediocre que Europa ofrece en la escena internacional —excepto en aquellas cuestiones que atañen el mercado y el capital—. 


Mientras que los Estados Unidos son una única nación y la NASA forma parte de los símbolos que la constituyen, Europa, la pobre Europa, no deja de ser una amalgama de estados independientes —algunos con tendencias centrífugas internas, incluso— en los que la construcción simbólica de la identidad ciudadana europea todavía no interesa en la medida que debería. Consecuencia de ese desinterés, que a veces resulta desdén por ignorancia dolosa de los políticos, la asimetría en el gasto tanto en inversiones como en divulgación social de los resultados resulta estremecedoramente favorable a los americanos. Mientras que aplazo las críticas al sistema financiero de la ESA (de la “agencia” como nos gusta decir a los que trabajamos en proyectos para ella) a otra columna de “El Observatorio”, permítanme despertar su curiosidad aquí a los muchos logros que desde Europa se han conseguido y, en particular, a los no pocos en que España ha contribuido con éxito. Prometo traer a esta columna pequeñas píldoras que los atestigüen.

lunes, 10 de febrero de 2014

Y fue una máquina (publicado en Granada Hoy el martes, 11 de febrero de 2014)


Soy consciente de que mi esfuerzo por seguir las normas gramaticales algunas veces obedece más a una admiración por la herencia recibida que a la constatación de una necesidad. Es un hecho que muchas de ellas no son necesarias, otras que aunque lo fueran han sido sobreseídas por la cotidianidad y aun otras que parecen carecer del mínimo vínculo genético con el resto de nuestro acervo idiomático. La indistinción fonética entre la letra b y la letra v es un ejemplo de las innecesarias. Como la de la g y la j a la que tanto se rebelaba Juan Ramón Jiménez. El paradigma de las segundas es la anfibología de la palabra “solo” que se resolvía antaño con una tilde diacrítica para distinguir el adverbio del adjetivo. Estoy convencido de que el moderno desistimiento obedece más al desdén popular que no respetaba la norma que a otra razón más profunda. Y en el fondo hay sensatez en la nueva medida: si los hablantes no lo necesitan, ¿para qué complicar la escritura? La tercera categoría es más sutil y pasa desapercibida aunque no por ello sea menos real. Por alguna razón que desconozco —no soy ningún lingüista sino un aficionadillo— en nuestro idioma suena más natural que las palabras terminadas en n sean agudas como volcán, terraplén, cojín, camión, o tuntún.  ¿Por qué lo digo? ¿Ha tomado Vd. alguna vez Eferalgan, o se ha untado con Voltaren, o se ha instilado Xalatan? Seguro que ya se ha dado Vd. cuenta. Apuesto a que ha leído “Voltarén”, “Eferalgán” y “Xalatán” y estos son solo tres de cientos de ejemplos. Tendemos a leer lo que queremos y no lo que está escrito. ¿Será, pues, más natural el aprendizaje caso por caso como en inglés? 

Impelido casi a contestar afirmativamente a esa pregunta, experimenté el otro día una anécdota reconciliadora con las reglas. Y fue una máquina, en el ambulatorio, la que me reconfortó. Resulta que, además de los monitores donde se reflejan los turnos, el sistema incluye un robot que lee los nombres de los pacientes. Cuál no sería mi alegría cuando oí (escribo fonéticamente) “Mária Robles Alárcon” y me fijé que, claro, los nombres estaban escritos en mayúsculas y que el funcionario de turno no se había molestado en tildarlos convenientemente. ¡Qué lección nos daba la máquina! Si yo hubiera sido doña María, me habría enfadado. Pero claro, es que yo soy tan maniático que llevo firmando muchos años sin tilde mi propio nombre para ver si alguien lo pronuncia como normalmente me llaman: Jose y no José. Solo nos queda la esperanza de las máquinas. Aunque innecesarias, ilógicas o sobreseídas, las normas gramaticales nos ayudan a entendernos. Sin ellas, la tarea es difícil.

lunes, 27 de enero de 2014

En defensa de la ciencia (publicado en Granada Hoy el martes, 28 de enero de 2014)

Cuando compruebo la frecuencia en la mudanza de las reglas gramaticales, no puedo dejar de sentir una mezcla de decepción, tristeza y condescendencia. En la escuela, al principio, acentuábamos los monosílabos, después se imponía el uso diacrítico de la tilde. Ahora ya no. Estudiábamos la sintaxis con términos que se cambiaron en apenas diez años, aunque fuera en muchos casos para designar lo mismo. Cuando constato la veleidad con que algunos historiadores describen los acontecimientos no puedo evitar el sonrojo, la pena y la rabia. Hace poco leía una breve historia de España escrita por una americana apenas tres años después de la guerra de Cuba. Se pueden imaginar los tópicos e incluso los mitos que trufaban el relato de los hechos. ¿Qué decir de cuando algún científico social anglosajón menciona la inquisición? El adjetivo española la acompaña indisolublemente. ¡Como si no hubiera habido inquisición más que en España! Cuando algunos juristas utilizan sus propias reglas haciendo alardes de verdadero equilibrismo jurídico, no sé qué pensar. El nuevo discurso del fiscal ante la imputación de la infanta Cristina no se puede comprender sino como enajenación mental o como proveniente del mayor de los servilismos. Cuando en España se juzga y condena —o bien se aparta— al juez antes que al presunto delincuente a quien investiga, la indignación y la vergüenza ascienden a niveles estratosféricos. Y aquí no hay que mencionar ejemplos… Cuando los políticos esconden sus fracasos engañando deliberadamente a la población, la rabia y la impotencia se dan de la mano. ¿Qué me dicen de las razones aducidas por Artur Mas sobre lo acaecido en torno a la guerra de sucesión en 1714? Cuando veo todas estas cosas, me descorazona la prostitución de la palabra ciencia cuando se la tilda de lingüística, histórica, jurídica, política, e incluso del deporte. No deja de ser un abuso de interpretación establecer sinonimia entre ciencia y conocimiento. Evidentemente, no todo el conocimiento digno de respeto ha de ser científico, pero sí es verdad que los otros distan mucho del científico, pobres, sobre todo en lo que respecta a la robustez que a este le proporcionan unas reglas bien establecidas, comprensibles y aceptadas por cualquiera. La difícil mutabilidad de sus conceptos, tan solo tras la prueba del ensayo y el error, confieren al científico el precioso regalo de la solidez intelectual. Como decía el otro día un monologuista notable: “un teorema sí que es para toda la vida, no un diamante”.

http://www.granadahoy.com/article/opinion/1696402/defensa/la/ciencia.html

lunes, 13 de enero de 2014

Tristeza (publicado en Granada Hoy el 14 de enero de 2014)

La tristeza que embarga a cualquiera que en esta piel de toro se aproxime mínimamente a la historia para compararla con la realidad política es tan común que no ha habido quizá un sentimiento más hispano, más repetido al cabo de los siglos, más inscrito en nuestros genes, que esa melancolía, esa nostalgia por las oportunidades perdidas, esa mirada desconsolada envuelta en lánguidos párpados que descienden cuando a la gravedad se le unen la actualidad más descarnada, los hechos más crudos. Bueno, quizá la vileza de la envidia y el rencor sea también digna de destacar en nuestro acervo sentimental común, pero esa es otra historia que comentaré en el momento oportuno. El pesimismo y el desasosiego que lo acompaña, la desmoralización ante un futuro cada vez más cierto de retrocesos no se convierten en toma de conciencia y rebeldía civil. La aceptación sumisa de lo que presenciamos cotidianamente: el abuso del poder otorgado por la gracia de Dios en unos casos, usurpado por la fuerza de las armas en otros, e incluso conferido por el escrutinio de las urnas últimamente, resulta en desencanto paralizante que es a la vez vergonzoso y vergonzante. La bipolarización continua para todo y en todo momento; esas dos españas del poema, que parecen ser válidas hasta para hacer de comer, cuando en realidad solo deberían reflejarse en algunos —pocos— aspectos concretos de actuación, son inaceptables y, sin embargo, cada vez más presentes (“cuando ganemos nosotros, os vais a enterar”). ¿Cómo aceptamos estoicamente la periódica vuelta a la carcundia más abyecta e indigna? ¿Cómo siquiera puede alguien anhelar el regreso de la directriz divina en lo que resulta la renuncia más clara al propio libre albedrío humano?


Cuando miramos no tan atrás encontramos políticos decentes, cultos, intelectuales comprometidos y moralmente armados que obtenían la auctoritas por sus ideas y sus escritos antes que la autoridad en el Parlamento y que incluso eran capaces de renunciar al triunfo aplastante por cuestiones de conciencia. Cuando observamos ahora, solo encontramos la zafiedad de politicastros bien engreídos, bien desdeñosos, ora pérfidos, ora melifluos, que parecen no haber leído un libro antes de ejercer el poder —por muchas oposiciones que hayan aprobado— y que, sin embargo, se entregan con fruición a firmar (no sabemos si a escribir realmente) libros en cuanto descienden del peldaño del oropel para encaramarse a la tarima del dinero. La tristeza, conciudadanos, es mayúscula.

lunes, 30 de diciembre de 2013

Don Alberto (publicado en Granada Hoy el martes, 31 de diciembre de 2013)

Si no fuera porque para otras cosas Vd. ha dado sobradas muestras de inteligencia, creería que, simplemente, ha perdido la cabeza. Si no fuera porque sus compañeros, cada uno en su dirección, están tratando de conducirnos de vuelta al medievo, no comprendería que, en realidad, el suyo es un plan bien urdido para volver hacer de este país su cortijo, poblado por una enormidad de labriegos y dirigido por un puñado de señoritos. Si no fuera porque alguno de mis conocidos, vecino de Vd., ya me prevenía hace años de su manso y conciliador disfraz de cordero cuando lo que se esconde debajo es un feroz lobo, no podría asimilar su denuedo en recortar derechos civiles. Si no fuera porque comenzó haciéndonos pagar por acceder a la justicia, no alcanzaría a desentrañar el porqué de su última fechoría. Si no fuera porque ya sé que sus amigas y las hijas de los amigos de sus papás, nunca tuvieron problema para hacer una escapadita a Londres para volver rosario en mano, no se me haría tan claro. Si no fuera porque Vd. ha decidido no camuflar —ni por un mínimo pudor estético— sus mefistofélicas cejas, la perplejidad que acompaña a mi pregunta sería aún mayor: ¿qué le han hecho las mujeres? ¿Qué delito han cometido para que cercene el pequeño margen que tenían para ser dueñas de sí mismas? 


Cuando uno contempla la similitud entre un feto de elefante y otro de un humano, enseguida comprende que no, que este último, por mucho que Vds. se empeñen, no es una persona. Pero si lo es, ¿no le dicta su recta conciencia la abolición completa de la ley? ¿Qué clase de dualidad moral gasta Vd. para ese sí, pero menos, “la puntita nada más”? Y lo que ya es el colmo, ¿es que la mujer es idiota o discapacitada para necesitar la tutela? ¿Qué pérfida misoginia lo conduce a Vd. a declararlas irresponsables del aborto cuando sobre el personal sanitario puede caer el peso de la ley? ¿Volvemos a la protección de las indefensas damiselas? ¿No se da cuenta que así también insulta a todo su círculo femenino incluido el familiar? Si no fuera porque yo sí obedezco criterios morales, porque yo sí abomino de la violencia, porque yo sí creo que este país necesita cordura, sosiego y consenso civiles y anda sobrado de políticos que trufan su actuación de prejuicios (por supuesto católicos), invitaría desde esta columna a todas las mujeres españolas a que, calzadas con tacón de punta fina, le propinaran una buena patada en salva sea la parte. Imagínese cuántas serían, el dolor que le supondrían y márchese, don Alberto, márchese.


martes, 17 de diciembre de 2013

La satrecilla valienta (publicado en Granada Hoy el martes, 17 de diciembre de 2013)


Mientras que era una mediocre estudianta, la irrelevanta niña, que en realidad quería ser cantanta, vivía pendienta de lo que hacían las demás. Su madre, garanta de todas aquellas costumbres que mantenían a sus vecinas maliciosamente expectantas, la hacía observanta de unas reglas cuyo único motivo era anular su propia expresión personal. Eran clientas de un estilo y unas formas marcadas por otras. Para ella, ser eleganta significaba seguir la moda de sus semejantas, con una actitud servil que resultaba hilaranta para cualquiera. Lejos de ser valienta, la niña, silenta, se mantenía en ese segundo plano gris que ella, poco a poco, sentía como una situación indignanta. La reacción consentidora y displicenta de sus amigas ante lo que ella veía como actitud humillanta de sus docentes y docentas la iba convirtiendo poco a poco en rebelde (o rebelda). No podía consentir que se las tratara a ellas distinto que a ellos con dos varas diferentas de medir. 

Los meses pasaban, las cambiantas estaciones transcurrían, los años se sucedían sin que aquella situación alarmanta cambiara. La niña creció hasta que por fin, un día, siendo adulta, comenzó una serie de pacientas conversaciones de las que salió presidenta y concluyeron dónde estaba la raíz de los problemas: en el diccionario, en esas acechantas palabras construidas en completo menosprecio de la condición femenina. Entonces, como si por ensalmo el cambio de términos conllevara la liberación que, anhelantas, esperaban, comenzaron a exigir que donde siempre se había dicho juez, aquellas vezas que se trataba de ellas se dijera juezas, que las nuezas recuperaran su femenina condición, que no se hablara solo de peces sino también de pezas y que hasta los excrementos humanos fueran hezas. 

No se debía hablar solo de generales sino también de generalas, no solo de coroneles sino también de coronelas, no solo de comandantes sino también de comandantas, no solo de tenientes sino también de tenientas, no solo de cabos sino de cabas, no solo de soldados sino de soldadas. Ya no solo existirían concejales sino también concejalas, no solo animales sino también animalas; las cosas dejarían de ser reales para ser realas. De aquel momento en adelante habría que redactar con una dualidad de género, imposible de mantener en la mayoría de los casos, pero que, a pesar de su inconsistenta redacción, indicara al mundo la sensibilidad palpitanta del orador u oradora. 

Y así acabó la historia: ya éramos todos  (y todas) iguales (e igualas) pero no nos entendíamos. Genial, geniala.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Ellas, siempre ellas (publicado en Granada Hoy el martes, 3 de diciembre de 2013)


Todavía recuerdo aquellas mañanas de domingo en las que, a pesar de la luz de un sol espléndido, las caras de las señoras se ensombrecían con el recogimiento y con el ineludible velo negro camino de la iglesia. Una mañana festiva que se plagaba de verdaderas procesiones, riadas de familias que se dirigían periódicamente a misa y en las que, a pesar de intentar portar las mejores galas, ellas siempre debían mostrar la marca de la sumisión, la prudencia y la honestidad (no de la honradez y el honor que eran cosas de hombres; pruebas de honestidad). Por más que ellas rivalizaran en encajes y bordados tratando de utilizarlos como adornos, aquellos velos no eran sino el recuerdo atávico de una demostración palmaria: las mujeres nunca habían sido, no lo eran y no serían en el futuro iguales a los hombres. No ha pasado tanto tiempo de aquello y ya nos parece remoto. Afortunadamente, los nacidos en los 70 ya casi no lo recuerden porque eran muy pequeños cuando aquella costumbre logró erradicarse, pero aún resulta conveniente evocarla como medio preventivo de eventuales peligros. Como vacuna contra veleidades ominosas que continuamente asedian el normal desarrollo de la mujer en la sociedad. No me siento feminista y así lo ratifico en cualquier conversación, pero ello no significa que el desapego por el fervor de corrientes al uso me impida constatar y deplorar injusticias claras por razón de sexo. Por eso mi desolación es mayúscula cada vez que constato el aumento del uso del velo islámico en nuestras calles. Ellas, son siempre ellas las que deben cargar con el peso de la prueba de la castidad y el sometimiento al marido, las que deben mostrar que su único destino y misión en la vida es el cuidado del cónyuge y la progenie. Un cónyuge y una progenie (sobre todo si esta es masculina) que sí adaptan sus vestimentas al estilo y la moda occidentales. No entiendo cómo miramos hacia otra parte sin denunciar tamaño desprecio a los derechos de seres humanos escudándonos en el origen religioso y cultural del hecho. La religión y la cultura solo dictan normas al parecer contra las mujeres. Algunos, incluso muchas de ellas mismas, me dirán que la preposición es para, pero yo digo que es contra. Contra ellas, siempre contra ellas. Contra ellas mucho más que contra ellos. Y esto seguirá así mientras no eduquemos verdaderamente a nuestros hijos; mientras que ellos, y sobre todo ellas, no sean libremente conscientes de lo sojuzgante de la situación y no la rompan de una vez por todas.

martes, 19 de noviembre de 2013

Dignidad profesional (publicado en Granada Hoy, el martes 19 de noviembre de 2013)


Cuando empezábamos en los años ochenta, no éramos solo los jóvenes científicos quienes con romántica ilusión trabajábamos como burros sin preocuparnos (literalmente) por el dinero, también los que ya rayaban la madurez derrochaban horas de esfuerzo a cambio de sueldos miserables o casi simbólicos, de laboratorios sin equipamiento, de viajes en habitaciones miserables y compartidas, de carreras frustradas casi antes de empezar. Y nadie protestaba en voz alta. Éramos tan ingenuos que hasta nos sentíamos afortunados por ser felices con nuestro trabajo que nos absorbía, nos fascinaba y nos subyugaba, sin pensar que podíamos aspirar a algo más, a una compensación como cualquier otro trabajador. Estar uno o dos años de meritorio, cuando no más, sin percibir un solo duro, era común y aceptado casi con gusto por haber sido uno de los pocos elegidos que podían dedicarse a lo que todos, al entrar en la facultad, soñábamos: a la investigación. Aún recuerdo mi estupor cuando recién llegado a París para trabajar en mi tesis me entero de que iba a haber una huelga científica, con su manifestación y todo, por las calles de la capital. Allí los científicos, además de serlo, además de ser felices ejerciendo una profesión que amaban, ¡se comportaban como trabajadores que defendían sus derechos! ¡Qué avance, qué ejemplo! Aquí permanecíamos con las bocas calladas, no fuera a ser que se nos cortara la posibilidad de trabajar casi gratis. Y de aquellos polvos vienen estos lodos: muchas de las conquistas que los trabajadores alcanzaron durante los ochenta y los noventa del siglo pasado no han empezado sino a atisbarse en el último decenio para los científicos. Además, hemos tenido tan poco peso gremial que hemos sido moneda de cambio —a veces sin casi curso legal— entre ministerios. Da la impresión de que, con honrosas excepciones brevísimas, los sucesivos gobiernos nos mantienen porque se supone que deben tenernos, pero sin una conciencia clara de qué supone la ciencia para un país que aspira a ser desarrollado, sin siquiera sospechar lo que hace tiempo se conoce por ahí fuera: que cada euro que se invierte en ciencia se convierte en varios a medio plazo, pero no como quieren ahora —en una mezcla de desfachatez e ignorancia— que solo se financie la investigación aplicada de producto rápido. Afortunadamente ya no nos callamos. También aquí nos manifestamos y luchamos por sentirnos profesionales dignos. Felices con nuestra tarea pero suficientemente remunerados y con los medios necesarios para progresar. 

martes, 5 de noviembre de 2013

La cosa económica (publicado en Granada Hoy el martes, 5 de noviembre de 2013)

Cuentan que, ya bien avanzada la dictadura, el general Franco preguntó a los americanos (digo yo que no sería él personalmente, pero da lo mismo) qué hacer para avivar la maltrecha economía española. El mismo bulo relata que la respuesta fue sencilla y clara: haz más ricos a los ricos —inyecta dinero a catalanes y vascos— y más pobres a los pobres —posterga a los sureños que ya están acostumbrados—. Y le salió bien. España, eso sí, mucho más y más rápido unos que otros, fue creciendo en indicadores económicos. No sé si esas reglas elementales de rancio y oprobioso arraigo son las que conducen a nuestro ínclito ministro de hacienda a anunciar el comienzo de la salida del túnel tras constatar la subida de la bolsa (dichosos los inversores) y el obsceno incremento de ganancias de nuestros mezquinos y rácanos banqueros y demás alta casta empresarial, mientras que las cifras de desempleo se mantienen (bien gordas, se entiende). Pero parece que Dios los cría y ellos se juntan (bueno, don Mariano fecit). Porque su compañero de economía también parece estar dispuesto a dejar perlas para la posteridad. Después de casi dos años de legislatura, después de que su única mención a una parte de su cartera, la ciencia, haya sido para desprestigiar veladamente las ciencias básicas diciendo que la única merecedora de inversión es la aplicada (la que produce resultados rápidos tangibles), después de diez meses de retraso en la convocatoria del plan de investigación de 2013, se descuelga ahora diciendo que van a evaluar el sistema y a los propios investigadores. ¡Es inaudito! Resulta que tras media legislatura no nos han evaluado todavía. ¡Pero es que deberían haberlo hecho antes de entrar en el gobierno si hubieran sido una oposición responsable y consciente de la importancia de la ciencia! Todavía no saben quiénes somos, qué hacemos, ni cómo lo hacemos. ¿O es que pretenden estimular nuestro rendimiento intimidándonos con el aviso de una evaluación? Señor ministro, los científicos estamos acostumbrados a las evaluaciones. De hecho, no hacemos otra cosa que someternos a ellas. No nos dan miedo. Háganla, pero, a lo mejor, deberíamos evaluarlos a Vds. ¿Qué excelencia puede Vd. exigirnos cuando sus cartas credenciales para llegar a tan alta posición fueron participar como directivo en la quiebra de Lehman Brothers?


No sé qué tiene la cosa económica. Nos han escogido a dos mentes preclaras, dignas de las más altas cotas de la memoria de la oratoria y de la visión política. Suerte para ellos. Infortunio para los ciudadanos.

martes, 22 de octubre de 2013

No inventen (publicado en Granada Hoy el martes, 22 de octubre de 2013)


No tengo perdón. Soy un científico que goza de la oportunidad singular de poder expresarse libremente cada quince días en este diario, literalmente acerca de lo que quiera, y no he dicho una palabra hasta ahora de la situación de la ciencia. No he abierto la boca para protestar, para quejarme, para denunciar el estado de postración, desasosiego y casi asfixia en que nos tienen. Y no se trata de un hecho coyuntural. Ahora estamos al borde del colapso, pero nos paseamos desde siempre al filo de la navaja. Hacer ciencia en España es algo tan difícil y tan poco apreciado que no sé cómo logramos los éxitos que, en algunas disciplinas, para asombro de propios y extraños, se consiguen. Tenemos unos políticos tan de medio pelo que se empeñan repetidamente, cada vez que llegan al poder, en ser ellos los que inventen. Nuevo partido, nuevo plan de investigación, aunque el de antes sirviera más o menos bien. Y claro, los inventos (a veces más que los científicos) llevan tiempo y consiguientemente retrasos. 


Claro que si, como ocurre este año, dicho retraso supone un recorte añadido a los ya anunciados en los presupuestos generales, ¡bienvenido sea! ¿No, don Mariano? Perdone que me dirija a Vd., pero como nos ha dejado hasta sin ministro... Porque no me dirá Vd. que al Sr. de Guindos le importamos un ardite. ¿Cómo si no se puede comprender que llevemos más diez meses de retraso en las convocatorias del plan de investigación? ¿No se dan cuenta de que el recorte es tan pírrico que apenas llega a dos partes en diez mil de los presupuestos generales? Y si no es para recortar, ¿para qué lo hacen? ¿Para cambiarle el nombre, eso sí, y que pase a ser "estatal" y no "nacional" en esa concesión vergonzosa a la parla políticamente correcta que Vds., políticos, parecen no tener el coraje de parar? 

En 2014, varios miles de científicos y tecnólogos y varios cientos de proyectos se verán obligados a detenerse por la irresponsable actitud de su gobierno. Numerosos compromisos internacionales van a ser detenidos y nos tocará a nosotros, vergonzantes, dar la cara por ustedes. Pero ese efecto será mucho más devastador porque las consecuencias, en ciencia, se comprueban a medio y largo plazo. Cesen de inventar, por favor. Déjennos ese trabajo a nosotros, pero permítannos trabajar. En ciencia, como en tantos otros asuntos, la política no necesita depender de cuestiones ideológicas. Pacten Vds. de una vez por todas e inviertan el dinero necesario. Seamos prácticos en nuestro país, aunque sea por casualidad.

lunes, 7 de octubre de 2013

Vatios y berzas (publicado en Granada Hoy el martes, 8 de octubre de 2013)

Mi profesor de mates y física en COU gastaba bromas recurrentes. Las tenía distintas para cada tipo de ocasión. Cuando alguien daba muestras de falta de fundamentos elementales le preguntaba: «¿Vd. dónde ha estudiado la primaria?» Si el chaval le contestaba «Aquí, en el colegio», entonces él respondía: «Bien, pues baje a administración y dígales que le devuelvan el dinero porque lo han estafado. ¡Vd. no tiene ni idea!» Esa misma conversación me gustaría tenerla con más de un periodista. 

Me gustaría preguntarles a la cara cuál es la razón para escribir con tantos bocados al diccionario. Pero claro, existen voces mucho más autorizadas que yo que ya se preocupan y lo denuncian. Precisamente, esos mismos denunciantes reniegan del deterioro en la formación en humanidades sin percatarse de otro mal mucho más profundo, mucho más endémico, mucho más enraizado desde siempre entre nosotros: el divorcio olímpico entre lo que se entiende por cultura general y el elemental conocimiento de ciencia básica. No hace falta saber qué es la energía o las mitocondrias para ser “culto” y, como no hace falta, ni siquiera despierta la inquietud de rebuscar en los libros de primaria. Continuamente me encuentro con ejemplos pero este último en El País fue vergonzoso. El artículo en cuestión versaba sobre el coste de la electricidad en Alemania. A nuestro ilustrado reportero no se le ocurrió decir sino que un ciudadano alemán debía pagar no sé cuantísimos euros al año por tener contratados «3500 kilovatios/hora». Pero vamos a ver, alma de cántaro, ¿no sabes que el kilovatio es una unidad de potencia? ¿No te das cuenta de que kilovatio/hora es energía por unidad de tiempo al cuadrado? ¿Es que ni tú ni tus correctores sabéis siquiera que aunque lo que contratamos con las compañías eléctricas es potencia, lo que les pagamos —como no podía ser de otra manera— es la energía que consumimos? ¿Es que os estafaron tanto en la escuela que no sabéis que habría que haber hablado de kilovatios · hora; sí, por hora, pero no partido por hora? ¿Cómo se pueden cometer tantos errores de concepto, cómo se puede acumular tanta ignorancia en tres palabras; bueno, en un número y dos palabras? No me digas que es una errata porque no cuela.


Mi buen amigo Basilio tiene una espléndida expresión para estas ocasiones. Debe ser cántabra porque él es de allí: ¡les canta una berza! Bueno, yo no sé si a este ínclito guardián de la cultura general le canta o no; lo que sí me parece es que no confunde churras con merinas sino vatios con berzas.

martes, 24 de septiembre de 2013

Viajeros (publicado en Granada Hoy el martes, 23 de septiembre de 2013)


Para un viajero inveterado, impenitente como yo, abordar un avión a través de la pasarela o ingresar en un tren ascendiendo sus dos o tres escalones son actos casi mecánicos para los que no se precisa mayor atención que la auditiva a fin de ser conscientes del momento en que se han de llevar a cabo. Apenas una mirada aquí y allá para encontrar el asiento, un pequeño gesto al mostrar la identificación o el billete y poco más. Uno entra, se sienta y, salvo que vaya acompañado por otro ser humano, utiliza su acompañante material —un libro, un periódico, un reproductor de música un ordenador para trabajar o un compendio de esas cosas y otras muchas, un iPad o tableta semejante— para sumergirse literalmente en una burbuja de independencia a veces rayana en la soledad. Así el viaje, no importa cuán largo sea, se convierte en un ejercicio de ensimismamiento que, si bien puede ser enriquecedor por la lectura o la música, o productivo por el empleo laboral del tiempo, pierde aquella condición social tan maravillosa de no hace tanto tiempo atrás. Aún recuerdo aquellos viajes estudiantiles (casi siete horas de autobús) en los que, invariablemente, conocías gente y hacías amigos. Tu compañero o compañera de asiento, por supuesto, pero a veces el bullicio era tal (todos los estudiantes viajábamos en las mismas fechas) que el autobús más parecía de servicio discrecional que de línea regular. Pero el hecho social no se ceñía al entonces humilde medio de transporte ni a la juventud de los viajeros. Incluso en el avión, casi prohibitivo económicamente en aquella época, uno encontraba personas de todas las edades dispuestas a compartir el viaje. Se hablaba de todo, del trabajo, de los estudios, de la familia, de los amigos, de literatura, de música, de cualquier cosa. Nada parece quedar hoy en día de aquellas entrañables costumbres. A veces uno percibe hasta molestia si osa interpelar a su compañero de asiento: una apertura momentánea de las valvas de una ostra que se cierran automáticamente unos pocos segundos después. Por eso me ha regocijado la historia de mi hija: hace un par de semanas coincidió en la estación con otro pasajero que casi la triplicaba en edad, pero con el que supo trabar una conversación agradabilísima sobre los planes de este para un viaje formidable que estaba a punto de comenzar. Hoy, su pequeña historia ha pasado a formar parte de nuestro anecdotario familiar con el que mínimamente, casi por sorpresa, simplemente porque dos seres humanos coincidieron en una estación de tren, se ha establecido un vínculo entre nosotros.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Lugares (publicado en Granada Hoy el martes, 10 de septiembre de 2013)


Hay lugares que merecen un monumento. Bueno, hay lugares que son monumentos en sí mismos. Tener la oportunidad de presenciarlos, de vivirlos, de sentirlos es uno de los grandes privilegios que tenemos los seres humanos. Y no hay que irse muy lejos. Mi ciudad, Granada, está llena de ellos y es ella toda un privilegio y un bien a conservar, aunque algunos vecinos se empeñen en no enterarse y actuar en consecuencia. No me canso de recomendar rincones a los colegas tanto españoles como extranjeros que me visitan. Tiene la que probablemente sea la calle más bonita del mundo, el Paseo de los Tristes, y uno de los atardeceres más bellos, el que se contempla desde el Mirador de San Nicolás. Sin embargo, cuando Bill Clinton lo puso de moda entre sus compatriotas, probablemente no había visto otro aún mejor: el que se disfruta a través del espacio escénico del teatro municipal La Chumbera, en el Sacromonte. Los inefables ocres y rojos de la Alhambra refulgen ante el público que probablemente se dispone expectante, ansioso, emocionado, a disfrutar de un espectáculo flamenco. Pocos crepúsculos pueden parangonarse con ese.

Pero si espectacular es la caída del sol, ¿qué me dicen ustedes de su salida? También yo puedo presumir de haber presenciado amaneceres de primera. Los que como yo hemos tenido la fortuna de despertar en la costa de poniente del Mar Menor, esa laguna salada de espectacular belleza y de no menos espectacular peligro de extinción medioambiental, solo nosotros hemos sido ungidos por los dioses para contemplar un espectacular espejo plateado (el agua hay días que se muestra excepcionalmente calma) al fondo del cual se eleva majestuoso el astro dorado recortándose a través de los edificios de La Manga y de la montaña de la isla del Barón. Créanme que si, además, la visión se efectúa desde los humedales donde habitan temporalmente los flamencos (de nuevo el flamenco) y otras zancudas, el espectáculo es indescriptible. Pero yo, además, durante unos cuantos veranos he tenido una oportunidad única. La ventana de mi dormitorio, perfectamente orientada a levante, dejaba entrar hilos de luz a través de las pequeñas rendijas de una persiana convencional casi cerrada. La magia obraba en ese momento y la habitación se convertía mañana tras mañana en una gran cámara oscura que proyectaba la imagen (invertida) del Mar Menor en las puertas de mi armario. ¡Lo primero que contemplaban mis ojos al despertar era una postal! Hay lugares que son monumentos y esperan a que nosotros los convirtamos en tales presenciándolos, viviéndolos, sintiéndolos y contándolos.

martes, 27 de agosto de 2013

El lado equivocado (publicado en Granada Hoy el martes, 27 de agosto de 2013)


Hace dos semanas comentaba aquí casos extremos de influencia religiosa nociva en nuestras sociedades. Pero hay otras situaciones menos evidentes, más sutiles, e incluso más cercanas a nosotros que igualmente tienen su origen en la influencia religiosa. Es el caso de muchos de nuestros comportamientos sociales, de nuestra idiosincrasia e identidad a veces calificadas de latinas y que yo, sin embargo, identificaría más como herencia religiosa. El siglo XVI fue clave en la historia del mundo occidental y se podía caer en uno u otro lado de la contienda. A nosotros, desafortunadamente, nos tocó el equivocado en vez del triunfador. Con todo un imperio y unas riquezas sin parangón en la historia de la humanidad, nuestros mentecatos monarcas optaron por subrogarse a los intereses del Vaticano y con ellos a toda la cultura de haz-lo-que-sea-que-siempre-hay-momento-para-el-arrepentimiento-y-el-perdón-finales. Se puede triunfar siendo un vago. Es más, si se cometen desmanes, un buen acto de contricción en el momento adecuado lo arregla todo en un plisplás. He aquí una de nuestras máximas culturales nacionales: el más listo es el que gana más dinero con el mínimo esfuerzo. En el otro lado, en el de la Reforma, el interés por separar lo divino de lo terreno condujo a la comprensión de que solo el esfuerzo te dirige al triunfo. Es verdad que en ese lado a menudo se confunden éxito con mérito a veces injustificadamente, pero también es verdad que les hace aplicar medidas sensatas para labrar el futuro. Ante la necesidad de recortar por la crisis, unos —los de este lado y con tristeza he de reconocer que independientemente del color político— concluyen que todo lo que no produce un beneficio directo e inmediato (no se sabe si a todos o a unos pocos), como la educación, la salud y la investigación científica merece la fortuna de ser sacrificado en aras de la mejora económica. En el otro lado ya se dieron cuenta hace mucho del ingente esfuerzo y tiempo que hay que dedicar a esos tres pilares básicos de la sociedad para que se pueda labrar un futuro sin lastres y sin taras y deciden no ya recortar como en otras partidas sino incrementar los presupuestos. Véanse los casos de Alemania y Estados Unidos. Esa postura tan nuestra no es sino una concesión a la pereza intelectual que impide a nuestros gobernantes comprender lo mezquino y lo parcial de sus medidas fáciles. La prosperidad no se alcanza trincando sino trabajando. Espero que si en algún momento se dan cuenta de su error y se arrepienten no encuentren fácil el cristiano perdón.

martes, 13 de agosto de 2013

Ojo avizor (publicado en Granada Hoy, el martes 13 de agosto de 2013)

Nos duela más o menos a algunos, es innegable que las sociedades reciben una impronta demasiado grande, yo diría que determinante en muchos aspectos, de la religión. Tanto es así que aún hoy en día hay zonas del mundo que no han superado la Edad Media. ¿Cómo es posible que se admita como democrática una constitución que establece la igualdad entre hombres y mujeres salvo en aquellos casos en los que se conculque la ley coránica? ¿Qué ley coránica? ¿La que interpretan los iluminados imanes, únicos con la razón suficiente para comprender los textos? El común de los mortales no puede entenderlos en toda su extensión y, por tanto, es hasta recomendable que no los lea. Así se le pueden contar adecuadamente. (Eso me recuerda mi infancia y adolescencia en la que crecíamos, sin ir más lejos, con el mito de Job como el paradigma de la paciencia. Sin embargo, si alguien se lee detenidamente el Libro de Job, comprueba cómo sus reacciones ante un Yahveh insidioso, cruel y caprichosamente despiadado son las normales: las de la queja, la rabia y casi la blasfemia porque este señor era humano). Pero es más, para deshonra y vergüenza de occidente, se confunde tolerancia con modernidad y se permiten tales prácticas medievales en medio de nuestras calles. Que una mujer no solo acepte sino que desee llevar un burka, o incluso un simple pañuelo sobre su cabello, como muestra de su modestia, castidad y sumisión al varón debería ser motivo de bochorno colectivo y erradicado de nuestra vida diaria, de la misma forma que fue erradicada la esclavitud: no olvidemos que había esclavos —y sobre todo esclavas— que adoraban a sus amos. Por eso admiro los valores republicanos franceses que, simplemente, han prohibido semejantes manifestaciones en lugares públicos. Que los países supuestamente democráticos toleren en otros la aparición y juego en las urnas de partidos semi o totalmente religiosos simplemente mirando hacia otro lado no deja de ser una muestra hipócrita de que lo que de verdad interesa a los políticos: el equilibrio de fuerzas necesario para mantener el statu quo inclinando siempre la balanza a los intereses de quienes los mantienen en el poder. Si algo ha supuesto el alcance paulatino de la modernidad en occidente, siempre lento pero progresivo, es en desprendernos del poder terrenal del clero, en la separación de lo divino y lo humano. Pero aún queda mucho por recorrer y muchos son los intentos de involución. El otro día, por ejemplo, el obispo de Sant Feliú de Llobregat decía que los fetos no son posesión de sus madres. Estemos atentos.